Ya son las 8.05 de la mañana, pero Guillermo Luque no parece apurado por dejar la granja donde pasa cada noche. Camina tranquilo junto a una huerta, elude un par de gallinas y llega a la alambrada sin tranquera y sin guardias que lo separa del exterior. El sol entibia su pelo engominado, mientras él sube a su auto y arranca hacia el centro de Catamarca por la ruta 38. Tal vez entonces recuerda que, hace quince años y 14 kilómetros más allá, sobre esta misma ruta apareció el cuerpo que hoy lo confina a dormir aquí: el de María Soledad Morales.
Veintiún años de prisión le impusieron a Luque (39) por la violación seguida de muerte de María Soledad (17), por el crimen que generó 83 Marchas del Silencio y derrocó el gobierno de Ramón Saadi. Pero sólo cuatro fueron los años que pasó de verdad en la cárcel, ya que en abril de 2002 le concedieron el traslado al «Anexo Granja La Viñita» y luego le otorgaron las salidas laborales cuyas (laxas) condiciones ahora son otra prueba del olvido.
En un puñado de días el almanaque llegará al 8 de setiembre, la misma fecha de 1990 en que mataron a María Soledad a fuerza de meterle cocaína. Lo curioso es que todos en Catamarca parecen haber vuelto a vivir como si aquellas horas oscuras no formaran parte de su historia. Todos, menos esa mujer que se llama Ada Morales y que desde entonces no ha vuelto a vestirse sino de negro porque perdió a su hija.
Difícil adivinar si Luque piensa en esto mientras llega al centro, a las 8.15. Es martes y ya está quebrando los horarios que se comprometió a cumplir en 2003. Entonces, el juez de Ejecución Luis Guillamondegui lo autorizó a salir para trabajar, de lunes a sábado, en el estudio jurídico de Oscar «Chorizo» Romero, ex marido de su hermana Alejandra.
Luque tiene permiso para trabajar de 8 a 13 y de 17 a 20. ¿Y en el medio? «A fines de fortalecer vínculos familiares», puede ir a almorzar y a dormir la siesta a casa de su hermana o a «Puerta de Hierro», residencia de su padre.
Sin embargo, al dejar la granja Luque no va directo al estudio. A las 8.20 estaciona su Fiat Uno en lo de su hermana y se queda una hora. Al salir, pasa por la Facultad de Derecho, aunque hoy hay paro. Es que desde el 1° de abril está autorizado a cursar Abogacía, por lo que puede pasar cuatro mañanas en las aulas. Y hay tres días en los que va de 20.30 a 23.30: vuelve a la granja a las 24. El registro marca asistencia perfecta, pero Clarín no halló un compañero que lo haya visto.
Al fin, Luque llega a lo del «Chorizo» a las 9.40, casi dos horas tarde. Clarín lo sorprende en la recepción, leyendo el diario El Ancasti. «No, yo hace tiempo que no hablo», se excusa. «Para mí ya está, terminó. Ahora tengo que seguir adelante». No dirá más.
Media hora más tarde, sale rumbo a Rentas. Recorre todo el centro de Catamarca, por las mismas calles por donde alguna vez 30.000 vecinos suyos marcharon por la Justicia. Nadie gira la cabeza para mirarlo siquiera una vez.
Luque regresa y pasa frente al Instituto «San Román», contiguo al estudio jurídico. La dueña es Marilyn Varela, la que hoy le escapa a Clarín, y ayer era la compañera de «la Sole» que organizaba las Marchas e imponía la canción del «no tenemos miedo».
Llega la hora del almuerzo. Luque compra galletas de arroz y se le pierde el rastro, dado el abanico de posibles destinos. Porque además de ir a dormir la siesta, puede ir al Parque Quiroga —los bosques locales— «tres veces a la semana para preservar su salud». También suele ir a buscar a su hijo Tomás (9) al colegio, o almorzar con su nena, Jazmín (4), a quien no ve tan seguido desde que en octubre su esposa le pidió el divorcio. «A veces come con su tío», agrega «Chorizo» Romero, sin advertir que no lo tiene permitido. «O va a lo del padre».
Cuando toma esta última opción, Luque pasa obligado por la puerta de una casa que no cambió, una de frente blanqueado con desgano cuyo living es un santuario de María Soledad. Tres cuadros exhiben su foto y otras tantas pinturas la recuerdan.
En medio de todo está esa mujer vestida de negro, de pelo largo ya canoso y atado hacia atrás, que recuerda a una matrona italiana. Ada Morales cuenta 56 años, aunque sus ojos suman 15 más, de lucha cansada. «Ahora trato de llevar una vida normal, cerca de mis seis hijos y mis nietos. Pero una quedó marcada igual, una no tiene resignación», dice.
«La Sole», como Ada llama a su hija mayor, cumpliría ahora 33 años. Eso si no fuera porque Luis Tula, el hombre del que estaba enamorada, la entregó aquella noche del 7 de setiembre a Guillermo Luque y sus amigos para una «fiesta sexual». Así se lo explica esta mujer a sus dos nietos mayores, Agustín (13) y Gabriel (9), que ya empezaron a preguntar por la tía de las fotos. «Yo les cuento que el poder político encubrió el crimen», explica.
La mujer se enciende. «La verdad es que la que hubo fue una justicia a medias, algo sólo para conformarnos. A mí como mamá me consta que eran más los que estuvieron en la violación. Y en el encubrimiento, muchos más», acusa Ada mientras su marido, Elías, regresa a casa.
«Para mí, es como si el crimen hubiera sido ayer. Tengo todas sus cosas guardadas, y yo llevo aquí su despedida», cuenta, sin necesidad de señalarse el pecho. «Me dicen que regale todo, me preguntan por qué uso sólo ropa negra… Y es que, dos semanas antes de fallecer, ella vio en un baile a familiares de una persona que había muerto y se enojó. Yo le dije que el luto se lleva en el corazón, pero ella me respondió: »No, mami, el luto es en el corazón, pero también en los trapos»», recuerda. «Yo ahora siento que le falto el respeto a ella si me pongo ropa de colores».
Los Morales se mantienen hoy con ayuda de sus hijos, ya que hasta se negaron a cobrar la indemnización que Luque y Tula debían pagarles. «Nosotros queríamos que donaran esa plata, pero se declararon insolventes. Al final, ni eso pagaron», se lamenta. Por el living pasa una de las mellizas, hermanas de «la Sole», de 20 años. Va a su habitación, esa a la que tuvieron que cambiarle los muebles tras el crimen por consejo psicológico, y su mamá calla un segundo.
«¿Se hizo tamaño juicio para que no se cumplan las condenas? ¿La Sole no tenía derecho a ser mamá, a disfrutar de la vida? Tula recibió 9 años y estuvo solo cuatro. A Luque le dieron 21 y no cumplió ni la mitad. Hoy anda por ahí», se enoja. «Vivo pidiendo que mis hijos no se los encuentren, no sé qué podría pasar…».
No sería tan extraño un encuentro. Desde que obtuvo su libertad condicional, en abril de 2003, Luis Tula (44) vive en pleno centro de Catamarca. Fijó su domicilio en la mismísima casa de Ruth Zalazar, la mujer con la que noviaba cuando ocurrió el crimen, con la que se casó poco después, y de la que se divorció justo antes de que lo juzgaran. Insolvente, tal vez, pero habitando un chalé donde duermen dos autos y en el que hoy escribe un libro sobre el caso María Soledad.
«Ya me han cagado la vida, no tengo nada que hablar», responde Tula al llamado de Clarín. «De repente me sacaron del campo y marche preso. Y yo al gordo ese (Luque) ni lo conocía…», dice.
A Tula le faltan unos pocos meses para que su condena quede cumplida, en abril de 2006. «¿Si sé cuánto falta? Qué se yo, tengo años adentro hasta para regalarle a Chabán», se queja. Pero tan mal no anda. En Semana Santa se fue con Ruth a Córdoba y antes, a Cataratas, de acuerdo a los permisos que pidió. A fin de año se recibirá de abogado en la misma facultad a la que supuestamente va Luque. Igual, se queja. «Yo pongo el pechito todos los días, no tengo un viejo que me banque como el gordo Luque».
Dirá luego que trabaja en el lubricentro de un amigo, aunque allí sólo aparece de vez en cuando. Y que juega al fútbol en el Parque Quintana, el mismo al que va Luque y por donde suele andar Eduardo Méndez.
Más conocido como «El Loco», Méndez, fue señalado por el tribunal que condenó a Luque y Tula como uno de los que participaron en la «fiesta» en que murió María Soledad. El otro fue su amigo Hugo «El Hueso» Ibañez, pero los dos resultaron sobreseídos. Por eso ahora trabaja en la mueblería de su hermano, a una cuadra de la Catedral.
«¿Encargado? No, yo sólo saco plata de acá», se ríe Méndez (43) ante Clarín. «La verdad que no quiero hablar del caso… A Luque lo veo a veces y a Ibañez no tanto, porque hace un año tuvo un derrame cerebral y tiene medio cuerpo paralizado», cuenta. «Le pasó por tomar merca mala», ríe.
Los 26 grados de la tarde catamarqueña empiezan a aflojar, la peatonal deja de ser desierto y las garitas recuperan a sus policías. A pasos de la Catedral abre las puertas de su flamante estudio Víctor Pinto, abogado de Luque. «Es que este caso me hizo famoso. En lo profesional, me ayudó», se justifica, y muestra su oficina.
«¿Qué cambió para mí en estos años? He engordado, tengo 30 kilos más», señala, serio. Luego cuenta que presentará un recurso de revisión de la causa, pero que Luque quiere que pida el 2×1. Así obtendría antes la libertad condicional, pautada para 2010.
Mientras, Luque regresa a su prisión sin rejas. Paradojas catamarqueñas, le toca dormir junto a otro hijo de un político condenado, aunque por asaltante: el de Miguel Ferradás, aquel que en 1991 reemplazara en su banca de diputado a Angel Luque cuando lo echaron del Congreso.
El día siguiente de Guillermo es igual. Pero el jueves 26 las cosas cambian. Es asueto provincial, pero él igual deja la granja en «salida laboral» junto a José Ferreyra, boxeador condenado por homicidio que ya hizo tres peleas estando preso. No va al estudio de Romero, que está abierto, sino que pasa la mañana en lo de su hermana, frente a los ojos de Clarín. Algo tan inexplicable como que tiene permitido pasar el Día del Padre, el de la Madre y hasta el Día del Niño en casa.
Recién regresará a la noche a esa granja con cancha de fútbol y acceso propio al río del valle. Lo hará sólo por obra de su voluntad, porque como dice a Clarín el director del servicio penitenciario catamarqueño, Antonio Méndez, «los presos si se quieren fugar de la granja, se fugan, y si no quieren volver, no vuelven».
Informe :Diario Clarin